Los locos grafómanos de España

En los años que estudié Literatura Española en la Universidad Metropolitana de Santiago de Chile, pude percatarme del escaso conocimiento, más vale decir ignorancia y hasta desdén que existía en torno a los escritores españoles más recientes.
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donquijote

En los años que estudié Literatura Española en la Universidad Metropolitana de Santiago de Chile, pude percatarme del escaso conocimiento, más vale decir ignorancia y hasta desdén que existía en torno a los escritores españoles más recientes.

Me refiero a los del siglo XX. La contemporaneidad llegaba hasta Unamuno, los hermanos Machado, Juan Ramón Jiménez, Aleixandre, Alberti, Guillén, Alonso, García Lorca y algunas gotitas de Pío Baroja, Ortega y Gasset y Jacinto Benavente. Luego, arréglenselas por ustedes mismos. No había académicos especializados en rastrear la excelente literatura posguerra civil, y la mayoría nunca había hojeado un libro de José Hierro, María Zambrano, Francisco Umbral, Ana María Matute, Rafael Sánchez Ferlosio, José Goytisolo o Leopoldo María Panero. Menos aún habrían podido reflexionar en torno a la armada española más reciente conformada por Arturo Pérez-Reverte, Antonio Muñoz Molina, Javier Marías, Eduardo Mendoza y los novísimos Carlos Ruiz Zafón y Lucía Etxebarria.

Hoy me deleito cada día con cada uno de estos escritos. España es tierra de transgresión, de vanguardias, de costumbres milenarias e ideas locas, de encarnizadas luchas fratricidas, pero sobre todo, de un apasionado amor a la vida y al propio suelo. Nada iguala, por su parte, el placer de apreciar toda esta creación en nuestro propio idioma, sin la deformación de ninguna traducción.

Esta mañana nublada con aroma a primavera, leo la novela Las ninfas, de Francisco Umbral, que dice cosas como estas:

"Como única liberación, se podía probar a masturbarse en el campo, entre la hierba, en el río, a la orilla o en una barca, en el parque, y entonces lo que sobrevenía no era una clausura, sino como un asordamiento, un zumbido de todo el planeta en torno, un mosconeo de la naturaleza, un aturdimiento. Qué pequeño mi pecado, qué pequeño mi cuerpo al aire libre, bajo aquellos cielos múltiples que nunca han vuelto a ser tan múltiples. La mejor manera de borrarlo todo era meterse en el agua del río o de la acequia, desnudo, y estar allí hasta que el frío de la corriente me apretaba en el estómago. Salía uno del agua purificado, como los hindúes que yo había contemplado en los grandes reportajes de las grandes revistas, cuando entran y salen del río Ganges".

También leo la delicada y sentimental novela "Pequeño teatro" de Ana María Matute, que expresa cosas tan increíblemente emotivas como estas:

"A pesar de su cabeza erguida, a pesar de su silencio orgulloso. Zazu se miró las manos, sus manos pequeñas y delgadas, y las escondió a la espalda, porque alguien dijo una vez que tenia manos de ladrona. Pero luego las abrió frente a sus ojos, se miró las palmas, infinitamente desoladas y vacías. Zazu sabia que nunca, a pesar de toda su avidez, a pesar de toda su glotonería, nunca gozaría de la posesión de nada. Venían a su memoria tiempos primeros, cuando era una niña que buscaba conchas en la playa. Ponía entonces tanta pasión en ello como ahora en sus deseos, fugaces y violentos.

Cuando encontraba aquellas pequeñas conchas rosadas, aquellas que tenían dentro el arco iris y el ruido del mar, aquellas que eran suaves como un labio, las ponía en hilera sobre la arena y las miraba una a una, celosamente, acariciándolas con deditos nerviosos. Y si algún niño olvidaba su cajita de conchas a su lado, si a su alcance encontraba una de aquellas cajitas donde guardaban conchas otros niños, ella las robaba. Fuesen de quien fuesen, y estuvieran donde estuvieran.

Pero luego, cuando se encontraba a solas en su cuarto, dueña absoluta del tesoro bobo, todo descendía, todo se apagaba. La alegría se volvía melancolía, aburría aquellas conchas y se sentía más llena de ambición que antes. Las tiraba de nuevo al mar, con un raro sentimiento de despecho. ¡Qué gran vacío se abría entonces en algún lugar de su alma, en algún lugar donde hubiera debido brillar algo, alguna cosa grande y punzante que ella no conocía! Igual que ahora. Ahora, que perseguía vanamente lo que no sabía".

O me detengo a ratos en la desesperada búsqueda de la esencia del amor del otro, que obsesiona al poeta Pedro Salinas:

"Pero tú eres
tu propio más allá,
como la luz y el mundo:
días, noches, estíos,
inviernos sucediéndose..."

Pero no cabe duda de que quien me ha impactado reiteradamente con el poder de su escritura es la escritora zamorana y amiga personal, Concha Pelayo. Escribe como piensa, como vive, como siente, escribe vitalmente, poéticamente, pero no porque intente escribir poéticamente, sino porque su mirada del mundo está iluminada por la más delicada poesía existencial. A través de las letras torna coherente, comprensible, trascendente y hermoso el oficio de vivir.

En su blog personal Nadie me entiende a mí, a mi entender uno de los sitios literariamente más valiosos que existen, ha publicado emotivos e inigualables escritos como este fragmento de "Mi madre":

"Esta misma tarde la he llevado al pueblo para que disfrute de la parra, ahora cargada de uvas que los pájaros van degustándolas picoteando las más maduras. Cuando estén listas para ser cortadas, no quedará ni un racimo sano pues los pájaros se habrán comido las más dulces. Hemos estado sentadas bajo la frondosidad de las hojas mientras el sol de otoño, muy tibio, se filtraba entre las ramas del cerezo e iluminaba su rostro".

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